Y ahora Siria: geopolítica de una revolución

| Rafael Estrella

Este artículo es el prólogo al libro “Siria : Guerra, Clanes, Lawrence” , de Jesús Gil, Ariel José James y Alejandro Lorca, publicado por Algón Editoresque se presentará en las próximas semanas.El texto se entregó a la editorial hace cuatro semanas. En ese tiempo, algunas de las hipótesis que planteaba se han hecho realidad, como la violenta escalada entre Israel y Hamás y el papel clave de Egipto en la tregua.

                   

                

                   OH, East is East, and West is West, and never the twain shall meet,

                   Till Earth and Sky stand presently at God’s great Judgment Seat;

                   But there is neither East nor West, Border, nor Breed, nor Birth,

                   When two strong men stand face to face,

                   tho’ they come from the ends of the earth!  

                   Ruyard Kipling (The Ballad of East and West)

 

Estos versos del poema de Kipling “La balada del Este y el Oeste” enuncian una visión que preside el trabajo de los autores, tanto en el presente libro, como en el anterior, Tribus armas y petróleo: la existencia de un profundo desconocimiento en el mundo occidental acerca de las característica y la naturaleza de las sociedades árabo-musulmanas y, en especial, del ethos que rige la vida, las actitudes y las acciones de esas sociedades. Ese desconocimiento se traduce, en la mayoría de los casos, en superficialidad de los análisis que, con frecuencia, deviene en diagnósticos erróneos de consecuencias imprevisibles.

En el poema de Kipling, sus protagonistas, el oficial británico y el ladrón de caballos afgano, acaban llegando a la amistad a través del respeto por el otro: se borran las diferencias “cuando dos hombres fuertes se plantan cara a cara, aunque vengan de los confines de la tierra”.

Un año antes de la publicación del poema nació Thomas Edwards Lawrence, quien, al servicio de Su Majestad, jugó un importante papel en la descomposición del Imperio Otomano y, desde un profundo conocimiento del otro, impulsó un modelo de organización política y territorial de corte occidental que se establecerían, preservándolas, sobre estructuras de naturaleza tribal, promoviendo alianzas y actuando sobre sus frecuentes rivalidades. El mapa de estados-nación del mundo árabe-musulmán, tal y como lo ahora lo conocemos, heredado en su práctica totalidad de las fronteras que establecieron británicos y franceses, tiene en la mítica figura de T.E Lawrence a uno de sus principales arquitectos; sin duda, el más conocido. Es ese mismo mundo, tan cercano y, a la vez tan complejo y con códigos sociales internos fuertemente enraizados, el que hoy vemos en crisis, convulso, con sociedades que se revuelven airadas contra gobernantes que parecían inamovibles, abordando un futuro que a los occidentales nos inquieta por lo que tiene de imprevisible y de desconocido.

La llamada “Primavera Árabe” sorprendió a la práctica totalidad de los observadores y expertos occidentales. Los escenarios, basados en análisis estratégicos asentados por décadas, contemplaban posibles episodios de inestabilidad y tensiones motivados por el alza de precios de productos básicos (revueltas del pan) o por los procesos sucesorios, pero las predicciones atribuían a los regímenes autocráticos del mundo árabe-musulmán (“Le Pouvoir” me decía elípticamente, bajando la voz, el dirigente socialista marroquí Abderrahim Bouabid) la capacidad de controlar  toda contestación o de encauzar cualquier desavenencia con sus vecinos. En este último supuesto, la desconfianza y escasa relación -y no la interdependencia- operaba, como cordon sanitario que prevenía aquí las tensiones propias de vecinos con relaciones intensas. Solo a partir de la década pasada, la creciente presencia en la región y en países del África subsahariana, de grupos vinculados con Al Quaeda llevó a incorporar una posibilidad más inquientante: la llegada al poder del islamismo radical. Pero ese temor se convertía en una razón más para apostar por lo que se definía como la “estabilidad dinámica”, el deseo de que el mundo árabe siguiese, con acompañamiento europeo, un proceso de transición, sin plazos y sin fracturas, hacia la democracia política y económica (España se dotó en los noventa de todo un cuerpo de doctrina al respecto, que proyectó a la UE). La victoria del Frente Islámico de Salvación (FIS) en las elecciones de 1990 (65%), y el autogolpe de Chedli Kibli ante la perspectiva de que el FIS ganara la segunda vuelta de las elecciones legislativas de 1991, fueron el primer aviso de que la doctrina de la estabilidad dinámica podía generar movimientos en una dirección no deseada. Las rebeliones triunfantes de esta década ponen sobre la mesa una lógica de la estabilidad bien diferente y más compleja, para la que no valen los ya viejos términos de referencia.

Los gobiernos occidentales, ensimismados en el ejercicio de lo que un africano, el fallecido Presidente de Mozambique Samora Machel llamó el tribalismo europeo, tardaron en reaccionar a esas rebeliones y lo hicieron en ocasiones con gestos y actos que enajenaban la simpatía de los actores de la revuelta. Y es que, como señalan los autores de este libro, la lógica basada en actores racionales que miden sus actos en términos de coste-beneficio no es ya válida para entender unas revueltas cuyo eje central es la entrada en crisis del consenso moral de la sociedad, un consenso que existía por encima del autoritarismo, la corrupción o el subdesarrollo y que se sustentaba en valores sagrados que hunden sus raíces en los grupos sociales y sus tradiciones (de las que la religión es una variable relevante, pero no la única).

En 1916, en plena Primera Guerra Mundial, diplomáticos de Francia y Gran Bretaña firmaban en secreto los acuerdos (Sykes-Picot) para la división del Imperio Otomano, tras el fin de la Guerra. Esos acuerdos establecían las zonas de influencia de las potencias vencedoras y configuraban las fronteras de los territorios de Asia sudoriental que, con algunas alteraciones, han llegado a nuestros días. Los países de la región fueron durante cuatro siglos parte del imperio otomano, que se extendía por el Mediterráneo hasta Argelia. Siria, junto con el Líbano, Israel y Jordania formaban la Gran Siria, un territorio en el que, siglos antes, se inició la enemistad entre Islam y Occidente: el asedio y saqueo de Jerusalén tendría como respuesta, medio siglo después, el llamamiento a la yihad lanzado por el cadí de Damasco, el primer acto de solemne de resistencia frente al invasor. En Las cruzadas vistas por los árabes, el escritor libanés Amin Maalouf aborda, desde la mirada de los árabes, los tres siglos de las Cruzadas en este territorio tan diverso y complejo como estratégico a lo largo de la historia.

Las revoluciones árabes triunfantes en Túnez, Egipto, Libia o Yemen, difundidas en vivo por los medios de comunicación y las redes sociales han tenido, sin duda, un importante impacto en las sociedades de los países vecinos y han provocado, en algunos casos, tanto protestas ciudadanas como gestos de apertura por parte de los diferentes gobiernos, pero las revoluciones y sus efectos han actuado primordialmente dentro de los confines territoriales de los países en que se han producido, aunque, por ejemplo, el flujo de refugiados, haya afectado a las zonas limítrofes. Incluso en el caso de Egipto, pese a su enorme dimensión y su importancia en el mundo árabe, el triunfo de la revolución no se ha traducido en cambios relevantes en el status quo regional. Las nuevas autoridades egipcias han asumido en su práctica totalidad el acervo geopolítico del régimen de Mubarak.

A mediados de los noventa le pregunté al Jefe del Estado Mayor egipcio cuales eran las amenazas a las que estaba expuesto su país; su respuesta fue: “con Israel tenemos un Acuerdo de Paz y no es por tanto una amenaza a nuestra seguridad; desde el punto de vista militar la principal amenaza son los actos terroristas de pequeños grupos que operan desde Sudán con apoyo de Irán; pero tal vez la amenaza más importante es la imprevisibilidad de Gadaffi, que puede decidir –ya lo ha hecho anteriormente- expulsar de Libia a los trabajadores egipcios. La perspectiva de retorno masivo de un millón y medio de personas es una seria amenaza para Egipto”. No le faltaba razón al general: entre febrero y marzo de 2011, cerca de 150.000 egipcios regresaron al país desde Libia. Las nuevas autoridades egipcias han manifestado su voluntad de mantener el Tratado de Paz e incluso hemos asistido a una importante cooperación en operaciones de seguridad en el Sinaí y, también, incipientes contactos con el objetivo de aliviar el cerco a que Israel tiene sometida Gaza, una cuestión que ocupa un lugar más prominente en la actual agenda política egipcia y que, de no producirse avances, sí podría enturbiar seriamente las relaciones entre Egipto e Israel.

El proceso que vive Siria tiene, por muy diversas razones, una importancia geopolítica que trasciende la propia dimensión del país. La revuelta, devenida en auténtica guerra civil, ha supuesto el desbordamiento de todos los diques tanto internos (rivalidades religiosas e interétnicas, lealtades tribales, etc..) como externos; en particular, además, de la división en el Consejo de Seguridad Naciones Unidas, la relación con Turquía y la implicación de los BRICS en la búsqueda de una salida a un conflicto, pero también el activo papel de Irán en apoyo del régimen o, en sentido contrario, el activismo de Catar, por no mencionar la actitud cauta con que EEUU actúa más allá del ámbito diplomático. Y es que, como señalan los autores, “Hay algo que preocupa por igual a Iraq, Turquía, Irán e Israel: ¿sin la mano férrea de los Assad, cuál podría ser el futuro del complejo mosáico étnico y religioso del Eúfrates?”

En efecto, la dinastía de los Assad no solo ha gobernado el país con mano de hierro (en 1982, una revuelta organizada por los Hermanos Musulmanes en Hama fue aplastada brutalmente; Amnistía Internacional estima que murieron entre 10.000 y 25.000 personas, en su mayoría civiles inocentes), sino que ha extendido su influencia más allá de sus fronteras.

Siria es también un factor muy importante en la geopolítica regional, marcada por el conflicto árabe-israelí.  Es el único vecino de Israel que no ha firmado un tratado de paz con el Estado judío, al que no reconoce, y mantiene un reclamo por la devolución de los  Altos del Golán, ocupados por Israel. Durante la guerra del Líbano de 2006, además de permitir el envío de armamento iraní a Hizbolá a través de su territorio, también le prestó apoyo directo. Además, la mano de las autoridades sirias ha estado presente en otros momentos clave para la región en los territorios que conformaban la Gran Siria, desde su activa participación en el Septiembre Negro que acabó con más de 5.000 víctimas y la expulsión de la OLP al Líbano a las constantes interferencias en la vida y la política de este último país, en el que Siria llegó a tener desplegados 40.000 soldados. Pero Siria es igualmente relevante para actores más alejados, en particular, para Irán, para el que Siria (y el Líbano) forman parte de su natural esfera de influencia, basada en los vínculos históricos y religiosos. También para Rusia, que cuenta en este país con su única base en el Mediterráneo (Tartus).

La rebelión siria tiene muchos de los elementos que caracterizaron la Primavera Árabe en otros países. También aquí, el malestar y la ira, la conciencia de que el régimen ya no era acreedor de la legitimidad y de la autoridad con que estaba investido, encendieron la revuelta: De nada sirvieron ni la represión de la protesta ni los gestos de Assad. El anuncio, en abril de 2011, del levantamiento del Estado de Emergencia fue recibido con indiferencia: llegaba con 48 años de retraso (se había implantado en 1963). Un dirigente de las fuerzas que se oponen al régimen declaraba recientemente “creíamos que iba a durar 20 días y ya llevamos 20 meses”. En esos 20 meses, han muerto entre 35.000 y 50.000 personas y, pese a las deserciones, las fuerzas leales al régimen (con apoyo de inteligencia electrónica iraní) conservan una importante capacidad de resistencia y de destrucción, aunque pocos creen que Assad podrá imponerse a sus oponentes. Es tal vez cuestión de tiempo…y de vidas humanas. Mientras tanto, más de 300.000 sirios han cruzado las fronteras, dirigiéndose, en su mayoría, a Jordania, Turquía y Líbano (también al Kurdistán iraquí e incluso a Argelia).

La huída forzada de población civil es una forma indirecta de internacionalización del conflicto, pero hay evidencias de que esa internacionalización es también un objetivo que el régimen persigue deliberadamente. Los ataques del ejército sirio sobre fuerzas rebeldes han alcanzado el territorio de Turquía, cuya respuesta militar fue inmediata. En octubre, tres tanques sirios entraban en la zona desmilitarizada de los Altos del Golán –por primera vez en cuarenta años-, y más recientemente, disparos de la artillería siria contra los rebeldes asentados en el Golán han alcanzado, sin daños, colonias judías; la respuesta israelí ha sido cauta, limitándose a una queja ante las fuerzas de paz del ONU desplegadas en la zona. En el Líbano, se han producido choques protagonizados por grupos que apoyan a Bashar el-Assad, y ha habido también tiroteos en la frontera con Jordania.

Siria ha sido durante décadas un actor influyente en el conflicto israelí-palestino, que consideraba una extensión de su propio enfrentamiento con Israel. De hecho, en algunos momentos, la causa palestina parecía secuestrada por Siria y Libia, que trataban de condicionar las decisiones de la dirigencia palestina. La represión del levantamiento y el estallido de la guerra civil han afectado también al medio millón de palestinos que viven en Siria. La consecuencia más importante, un serio revés para Assad, ha sido el cierre del cuartel general de  Hamas, en Siria desde finales de los noventa, y su traslado a Catar y Egipto. Los palestinos en Siria están divididos entre los que se han unido a las fuerzas rebeldes y los que están firmemente alineados con el régimen, cuyo referente es el Frente Popular de Palestina (Comando General) de Ahmed Jibril, un viejo enemigo de la dirigencia palestina desde los tiempos de Arafat.

Líbano es, sin duda, el escenario en que Siria ha mostrado, durante décadas, su poder e influencia como potencia regional. El fin del expansionismo y la interferencia siria en Líbano aparece como una consecuencia lógica de la revolución siria y se configura como una causa que contaría en estos momentos con la simpatía y el apoyo de los países árabes y de la comunidad internacional. Consciente de ello, la oposición libanesa ha comenzado a cuestionar al Gobierno, cuya formación se basó en un acuerdo sirio-iraní impulsado por Hizbolá.

En la geopolítica regional, Turquía es un actor de gran relevancia, para el que lo que suceda en Siria dista mucho de ser indiferente: afecta a su seguridad, a su influencia regional y a sus intereses tanto políticos como económicos y, en particular, energéticos. Viejo aliado de Siria, la actitud de Turquía al comienzo de la rebelión fue intentar convencer a Assad para que aceptara una salida negociada. La política, establecida en 2002, de “cero problemas con los vecinos” era un elemento esencial en la estrategia para reestablecer a Turquía como gran potencia regional. Fracasado el intento con Siria, Erdogan ha pasado a pedir la salida del Presidente Assad, al tiempo que ofrece su territorio a las fuerzas opositoras: “Estamos del lado de los derechos humanos y del lado de la Historia…no podemos estar indiferentes…El nuevo gobierno de Siria será el mejor aliado de Turquía”. En su activismo a favor del cambio en Siria, Turquía ha encontrado la complicidad de Egipto que, sin estridencias, quiere volver a ser una influyente potencia regional; también, de los países del Golfo, encabezados por Catar.

Siria se ha convertido en un quebradero de cabeza para Turquía. El inesperado encuentro entre Erdogán y Ahmadineyah a mediados de octubre en Baku, tras más de un año apoyando a bandos opuestos, sugiere un interés compartido por encauzar la salida de un conflicto en el que ni Assad ni el Ejército Libre de Siria parecen estar en condiciones de obtener la victoria. El fraccionamiento del país y una posible guerra entre aluitas y sunnitas, junto con enfrentamientos entre árabes y kurdos  constituyen un escenario posible en el que los kurdos de Siria, del norte de Irak, e inevitablemente, de Turquía, creen llegado su momento en la historia. Tal vez la oportunidad para Turquía –que prepara una nueva Constitución- de abrir espacios de autonomía a su población kurda.

La heterogénea composición de las fuerzas que se oponen al régimen de Assad y, sobre todo, la presencia destacada de grupos y militantes islamistas entre esas fuerzas, suscita interrogantes y desconfianza. Estados Unidos, además de cuestionar duramente la capacidad de la dirigencia siria, ha dejado claro que, a diferencia de lo que hizo en Libia, no facilitará armamento a los rebeldes –armamento que, sabe, acabará llegando por otras vías-. Junto con el temor a que ese armamento pudiera acabar siendo controlado por yihaddistas, está presente la conciencia de que una internacionalización del conflicto, en abierta oposición a Rusia y China y, por tanto, sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU, sería también utilizada por Assad para convertirse de verdugo en víctima y tendría consecuencias muy negativas.

El propio Assad, invocaba en noviembre en tono apocalíptico ese escenario al tiempo que rechazaba la opción de su salida:

“Nací en Siria y moriré en Siria…Somos el último reducto de securalismo y estabilidad en la región…El precio de esta invasión, si se produce será enorme…tendrá un efecto dominó que afectará al mundo, desde el Atlántico al Pacífico”.

Obama acaba de renovar su mandato presidencial. La agenda internacional de su Administración se mantiene inalterable, pero todo indica que estamos al final del ciclo iniciado en 1991, que dejó a EEUU como la única superpotencia o, peligrosamente, la superpotencia solitaria, como escribiera Huntington. El 11S puso de manifiesto que esa fortaleza no era inquebrantable y centró el objetivo de seguridad internacional de EEUU en la guerra contra el islamismo radical, una visión que, aplicada a Irak y a Afganistán ha dado resultados más que cuestionables. Pese a ello, la quiebra de la unidad europea (y el consiguiente relegamiento de su agenda para convertirse en un actor relevante en la seguridad internacional), unido a los problemas económicos en China, dejan a EEUU como la indiscutible potencia mundial. Pero la cuestión que ahora se plantea es qué hacer con ese poder; el caso de Libia, una revolución imprevista y ajena al interés directo de EEUU, es un claro ejemplo de actuación improvisada en que se implicaron con medios militares, sin objetivos precisos y frente a un enemigo incierto. Es la constatación –antes del ataque en Bengasi- de que EEUU tiene intereses globales, pero carece de una estrategia global. En la construcción de esa estrategia, no hacer nada en Siria –o hacer lo justo- aparece como una opción que podría convertirse en elemento relevante de una doctrina de seguridad renovada, que reemplazaría la preeminencia del uso de la fuerza en casos como el presente.

Han bastado unos meses para comprobar que, incluso sin su implicación militar, se ha producido la desestabilización de Siria y el debilitamiento de la influencia iraní en la región, algo que cabría considerar como un objetivo estratégico relevante para EEUU. De este modo, EEUU seguiría políticamente activo en el conflicto, pero, por todas las razones apuntadas, huirá de la implicación militar, que dejará para otros actores regionales. También deberá apaciguar a Israel para que no responda a las provocaciones sirias.

Las fuerzas sirias de oposición al régimen, reunidas en Doha bajo los auspicios de la Liga Árabe y de los países que forman el Grupo de Amigos de Siria han avanzado en la unificación de todos los grupos militares y políticos que forman la oposición al régimen, un primer paso, muy importante, no sólo para dar visibilidad interna e internacional al bloque opositor a Assad, sino para contar con una autoridad reconocida hacia la que canalizar el apoyo internacional, sea este económico o militar.

Es difícil prever la duración y el resultado final de la guerra civil en Siria. Pero es indudable que, el día en que el conflicto acabe, en este territorio tan densamente poblado seguirán existiendo las características y dinámicas que lo hacen tan complejo, incluyendo, en particular, factores tan determinantes como la etnicidad, la tradición y, como un elemento relevante de ésta, la religión.

En este libro, Jesús Gil, Ariel José James y Alejandro Lorca, nos acercan a esa realidad intrincada y omnipresente en el mundo árabe-musulmán, una aproximación necesaria para entenderla Siriadesangrada por la guerra civil de hoy y la que mañana alumbrará, con todas sus contradicciones y conflictos, una nueva Primavera Árabe triunfante. Desde ese punto de vista, el libro es una herramienta imprescindible para enfocar nuestra mirada, para ser capaces de situarnos en una dimensión alejada de la visión unidireccional y de entender Oriente y Occidente como lo que son, con diferencias, con problemas comunes y con un enorme potencial de entendimiento.

Es esa una tarea no sólo de los dirigentes políticos, los “hombres fuertes” de los que hablaba Kipling, sino de nuestras sociedades en su conjunto, de sus científicos políticos y sus medios de comunicación. El objetivo, concebir y comprender un mundo, en palabras del escritor turco Orham Pamuk, “donde Oriente es Oriente y Occidente es Occidente…y se encuentran”.

Rafael Estrella

Granada, noviembre de 2012

 

 

 

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